Alicante, a final de los noventa. Sala de actos de la Escuela de Ingenieros Técnicos de la Universidad. Magnífico e inesperado ciclo de conferencias sobre Arquitectura y contemporaneidad, creo recordar que ligadas a la figura del gran “le Corbusier”. Y mi idolatrado Álvaro Siza Vieira en el estrado: no me lo podía creer.
La ponencia marcó mi manera de entender la disciplina; a pesar de haber releído en tantas ocasiones sus textos, estudiado y visualizado sus obras en los libros y haber visitado muchas de ellas, la humildad de aquel fuera de serie me asombró, literalmente. Se titulaba “La Arquitectura y las manos” (en su portugués natal aún sonaba mejor: “A Arquitectura e as maos).
En la primera parte de la misma, mientras rememoraba sus vivencias “corbuserianas”, nos deleitó con una anécdota sucedida durante la construcción de la insuperable capilla de Ronchamp en los Alpes, obra cumbre del maestro suizo de los años cincuenta. Recordaba que en una visita del arquitecto a la obra, un desesperado y desconsolado maestro de obras, a sabiendas del importante y dificilísimo trabajo de encofrado que llevaba entre manos para poder convertir aquellas formas escultóricas diseñadas para la cubierta en una realidad física de hormigón armado visto y que todo el mundo de la profesión esperaba con ansia, bajó a su encuentro con lágrimas en los ojos y las manos manchadas por el cemento.
“Sr. Jeanneret (que así se llamaba), no he podido conseguir un encofrado perfecto. ¡No he estado a la altura de sus expectativas y lo siento tanto! Mis hombres han hecho todo lo posible, pero no ha sido suficiente… ¡Ese encofrado es imperfecto! ¡Perdóneme!”
El maestro, emocionado ante semejante demostración de compromiso, rompió también a llorar y, cogiéndole las hormigonadas manos, las levantó y le respondió: “No, no: es perfecto, Monsieur, pues ese encofrado… ¡está hecho por la mano del hombre! Déjenlo como está y avancen con satisfacción, por favor.”
La imperfección es implícita a todos nuestros actos y producciones, pero no es así en las intenciones y voluntades del ser humano: ahí podemos encontrar la perfección. Si nuestros deseos no derivan en mal alguno para nuestros semejantes y el entorno, ¿qué hay de extraño en considerarlos y considerarnos perfectos?
Todo es mejorable, perfectible, pero ser consciente de que todo pasa por nuestras manos a la hora de cosificarse nos ayudará a avanzar, y la mágica imperfección que nos rodea será un aliciente más para seguir intentándolo.
Reflexionemos a menudo sobre la gran lección que conlleva esta historia; yo, al menos, la tengo muy presente y me ayuda a ser más permeable y transigente con los demás y conmigo mismo, siempre y cuando se haya aplicado toda la dedicación y buen hacer de que se haya sido capaz.