Su aportación a la pintura pasa por nuevas técnicas y nuevas maneras de atacar los lienzos que le llevaron a pintar los cuadros desde dentro de los mismos, literalmente, y a convertir el resultado en un hecho en sí, en la constatación de un hecho estético (“action painting”) producto de la simbiosis del artista con su obra y el fluir de su subconsciente hasta su florecimiento y plasmación en la tela (“Automatismo”), un arduo y entregado proceso que no es una representación de nada externo a él.
La fuerza de sus pinturas en trazos, texturas y color es de una autenticidad que perturba. Para mí, es sin duda el mejor de todos los pintores norteamericanos desde la llegada de holandeses e ingleses a sus costas y, desde luego, del siglo XX.
He hecho mención a la película de Truffaut porque Pollock acabó, a pesar de su educación académica pictórica y su absorción de los vanguardias que llegaban de la vieja Europa, sobretodo de Picasso, volviendo a los orígenes de la cultura inmanente al continente que habitó y tantos miles de años enraizada en la visión de los “salvajes” que poblaron su tierra natal, Wyoming, originalmente, como los indios arapahoes o los cheyennes.
De este gran artista es posible extraer una lección importante para nuestra temática del blog: la forma externa de los objetivos no debe primar sobre el poder que el subconsciente deseo de los mismos posee, ya que cualquier resultado puede ser brillante si se trabaja con esa pasión, convencimiento e imbricación que Pollock ponía en sus cuadros, aunque el resultado no se parezca a nada previamente existente.
Por cierto, él decía que no quería caballetes, que pintaba en el suelo para poder atacar el lienzo desde cualquier ángulo… ¿no es suficiente para admirarlo?, ¿no es otra lección vital de gran calado trasladada al mundo de la creación? Un tipo peculiar y trascendental: ¡chapeau!, que diría el cineasta francés.