Debía su nombre al color de su piel al nacer. Su rostro, especialmente, tenía un tono rosáceo más subido de lo habitual, casi violeta. El primero en darse cuenta de esto fue su hermano, el príncipe Tomás. Él tenía cinco años cuando nació su hermana y, al verla, le dijo a su madre la reina:

“Mami, ¿de dónde viene? …se ha manchado todo el cuerpo de violeta”.

A partir de ahí, prácticamente todo el mundo en la corte le llamó así, la princesa violeta. Sería por el nombre o sería porque era la última de los tres hijos del rey, pero con el paso de los años se hizo muy querida y popular en todo el reino.

Como el resto de la familia, acompañaba a su padre en todos los actos en palacio, a los que asistían nobles y plebeyos. Oía conversaciones sobre tierras lejanas, lugares exóticos, y quedaba fascinada. Lo que más le gustaba eran las historias de los viajes de su padre por todo el reino, en los que el Rey gustaba de tomar contacto por sorpresa con sus súbditos. Sin avisar, hacía parada en una posada donde nadie le reconocía. Nadie sabía que era el rey y se generaban situaciones muy divertidas. Aquellas historias de viajes le fascinaban de verdad.

A los ocho años tuvo un deseo: quería ser mayor para poder viajar. Quería viajar sola, sin un destino fijo, decidiendo en cada momento a dónde ir. Su idea era disfrutar del camino, más que del destino.  Lo deseaba con todas sus fuerzas, pero no sabía qué hacer. Con su edad, plantearlo a sus padres era una locura.

Fue a consultar a uno de sus maestros, un viejo precepto que también había educado a su padre. Con la confianza que se tenían, el anciano sabio le habló de la ley de la atracción. “Si deseas mucho una cosa, al final ocurrirá”. Quedó fascinada por esa frase. Tanto que no siguió escuchando la explicación de la ley.

Durante los dos años siguientes así lo hizo. Su cabeza estaba todo el día ocupada por el deseo de ser mayor y viajar. Se lo decía a sí misma día y noche: “soy mayor y voy a viajar”. Se decía que viajaría sola por todo el reino y fuera de él y descubriría nuevas tierras, nuevas gentes…

Sin embargo, nada había cambiado. Tenía ya diez años y, pese a haberlo deseado con todas sus ganas, todavía no había podido viajar. Tampoco era mayor… ¡Ni siquiera eso!

Empezó a desconfiar de las palabras de su maestro sobre ley de la atracción. ¿Y si esa ley no funcionase? Debía hacer algo y además, de inmediato. Trazó un plan que consistía en escapar de palacio y marcharse a descubrir mundo. Sería la mejor manera de demostrar que era mayor y capaz de cuidar de sí misma.

Partió a la mañana siguiente bien temprano, antes de que nadie pudiera notar su ausencia. Dejó una nota prometiendo volver cuando hubiera cumplido su deseo de aventura y madurez.

A las pocas horas de viaje, se cruzó en su camino una serpiente. En primer momento, la princesa violeta no la vio. Estaba escondida detrás de un pozo de agua de una casa abandonada. Al acercarse a beber agua, sin darse cuenta, pisó la cola de la serpiente. Ésta, que todavía dormitaba, se revolvió e intentó morder a la princesa violeta. No lo consiguió, solo le rozó con un colmillo en su pierna derecha.

La princesa violeta se asustó y, en un acto reflejo, dio un salto y se subió a un viejo muro de piedra. La serpiente le siguió hasta el pie del muro. Allí quedó amenazante,  haciendo guardia y esperando su presa.

La princesa violeta se sentó en lo alto del muro con los pies colgando. Comprobó la herida de su piernecita. Había encima un líquido viscoso amarillo, que destacaba sobre su piel violeta. Era el veneno de la serpiente.

Estaba aterrorizada. Sin embargo pensó que si la serpiente le notaba el miedo, jamás le dejaría bajar. Así que le gritó enfurecida:

“¿Tienes buen veneno? ¡Pues espero que así sea porque no te tengo miedo! ¡Soy valiente y voy a continuar mi camino! Si me lo intentas impedir, te venceré.”

Así permanecieron un buen rato. La princesa sentada en lo alto del muro y la serpiente esperando debajo. Algún tiempo después la princesa empezó a sentir un gran cansancio. Se notaba agotada y no era por el cansancio del camino. Debía ser el veneno, pues sus ojos se cerraban sin que ella lo pudiera evitar. Se recostó sobre lo alto del muro y allí mismo se durmió.

Quedó sumida en un largo y profundo sueño. Incluso tuvo pesadillas. En una de ellas aparecía toda su familia, su padre el rey, su madre la reina y sus dos hermanos. Estaban en palacio llorando. Todos juntos. Su madre sujetaba contra su pecho la nota de despedida que la princesa violeta había dejado. Las lágrimas habían borrado algunas palabras, entre ellas, las tres más importante: “quiero ser mayor”.

En otra pesadilla, la princesa violeta se veía a sí misma perdida, sin encontrar el camino de vuelta a casa.

El sueño se prolongó y prolongó. Tanto que las pesadillas dejaron paso a sueños mucho más agradables. El que más se repetía era uno en el que ella era mayor. ¡Por fin! Su cuerpecito de niña se había transformado en el de una joven, el pelo era castaño y largo y los ojos grandes y llenos de vitalidad. Era bella. Iba a lomos de un magnífico caballo negro, al galope. Tenía prisa por recorrer muchos caminos, por descubrir nuevas tierras, por conocer lugares exóticos. Tan feliz era en este sueño que la princesa violeta parecía no querer despertar nunca.

Sin embargo, en mitad de ese mismo sueño oyó un ruido que le sobresaltó. Era el galope de un caballo. Al principio pensó que era el caballo de su ensoñación, sin embargo, el ruido del trote era vívido y cada vez más intenso, como si se estuviera acercando al muro donde ella dormía. Justo cuando llegó a su altura, notó como el caballo se detuvo bruscamente. Oyó un fuerte relincho que le hizo despertar del todo. A continuación escuchó el ruido de una espada chocando contra una piedra o algo así.

Fue entonces cuando pudo abrir un ojo. Después de mucho tiempo, pudo abrir su ojo derecho. Era de noche. Lo supo en seguida pues lo primero que vio fue una maravillosa Luna llena, que parecía sonreírle. Quedó fascinada por el precioso marco que formaba junto con cientos de estrellas.

“¿Eres tú?” – escuchó.

La voz le resultó familiar. Muy familiar. Giró la cabeza lentamente, mirando de abajo a arriba. Primero vio el caballo, un magnífico corcel negro que se parecía mucho al de su sueño; y después, encima de él vio a su padre, el rey. Estaba desorientado, expectante, ansioso ante el maravilloso hallazgo. En cuanto la reconoció, bajó raudo del caballo y entre lágrimas gritó con todas sus fuerzas:

“¡Eres tú! ¡eres tú! ¡eres tú!”

El padre bajó a su hija del viejo muro y la abrazó y la besó como si no lo hubiera hecho nunca. La princesa violeta tardó en reaccionar. Mientras el rey se deshacía en cariños, ella se acordó de lo que le había causado aquel profundo sueño:

  • “¡Cuidado, padre, hay una serpiente!”- atinó a decir.
  • “No te preocupes, amor mío” – contestó- “Ese bicho fue lo que me hizo parar. Mi caballo la vio y se asustó. Se negaba a seguir el camino. Tuve que descabalgar y enfrentarme a ella con mi espada. La vencí y nunca más morderá a nadie con su veneno.”

El rey se despojó de su capa y envolvió en ella a la princesa violeta. La subió al caballo y él se sentó detrás, de forma que podía al mismo tiempo llevar las riendas y abrazar a su pequeña. Así emprendieron juntos el camino de vuelta a casa.

Durante el viaje, la princesa explicó a su padre todo lo sucedido, el incidente con la serpiente, el miedo que pasó, las pesadillas que tuvo. También le contó el motivo verdadero de su marcha de palacio: quería ser mayor y viajar. El rey escuchaba atentamente, en silencio. También le habló de su decepción con la ley de la atracción:

– “No sirve de nada desear mucho una cosa, padre. Estuve dos años deseando ser mayor y viajar y no ocurrió nada”.

De pronto, el rey paró la marcha de su caballo. Miró a su hija y le dijo:

-“Hija mía, ese ha sido tu error. Desear algo no es suficiente para poner en marcha la ley de la atracción.

La princesa le miró extrañada, como ansiosa por escuchar la explicación.

-“Para que la ley de la atracción funcione- prosiguió el rey- además de desear mucho algo, hay que hacer más cosas. Debes poner tu mente a trabajar en la visualización, es decir, en diseñar la imagen de ti misma que quieres conseguir. Debes verte ya siendo esa persona que ahora anhelas y disfrutar de esa sensación, de los beneficios que eso te comporta. Una vez que tengas nítida esa imagen, debes preguntarte ¿qué debo hacer para conseguir que esa imagen sea real? Y a partir de ahí ¡pasar a la acción! Debes establecer un decálogo de los actos concretos que debes llevar a cabo cada día para alcanzar ese sueño. La ley de la atracción, bien entendida, debe traer la acción.”

La princesa violeta le contó entonces su sueño, el que se repetía constantemente, en el que ella era mayor y viajaba por todo el mundo.

-“Ese es el primer paso de la ley de la atracción: soñar en grande.”- dijo aprobatorio el rey. Y tras atusarse reflexivo la barba continuó- “No puedo estar contento con lo que hiciste, al marcharte de palacio sin avisar. Nos causó gran dolor. Ahora que sé el motivo, encuentro un aspecto positivo de tu acto. Pusiste en marcha el segundo mecanismo de la ley de la atracción: pasaste a la acción de inmediato, iniciaste tu primer viaje. Sin tú darte cuenta, intentaste hacer funcionar la ley de la atracción.”

La princesa violeta quedó inmóvil, pensando en las palabras de su padre.  Y mientras lo hacía, cayó en la cuenta de que posiblemente había dormido más tiempo del que ella pensaba.

-“Padre, ¿cuánto tiempo he estado dormida?”- le preguntó, como queriendo cambiar de tema.

-“Mucho. El suficiente como para que ya seas mayor.”

Hubo un instante de silencio. Fue entonces cuando la princesa violeta se dio cuenta de que su cabello había crecido mucho. Ahora era largo y castaño. Sus manos tenían unos dedos largos y estilizados. Sus brazos y sus piernas no le cabían en la ropa que llevaba. Por eso su padre le había prestado la capa. ¿Y su piel? ¡Ya no era violeta! Tenía un tono amarillento, casi pálido. Definitivamente, ¡había dejado de ser una niña!

Miró a su padre y éste la miró fijamente. Ambos quedaron conectados en un segundo mágico. El rey sonrió amorosamente para decirle a su hija:

“Coge las riendas del caballo. Es tuyo. A partir de mañana te llevará a donde quieras ir”

 

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