Hace bien poco, disfrutando de una copiosa cena a la que habíamos sido invitados por un personaje de mucha edad y que formó parte, por segunda vez, de uno de esos ansiados momentos de búsqueda de la excelencia que se generan en el seno del grupo de amigos que escribimos este blog y que tanto valoramos, surgió una pregunta delicada que esperaba encontrar en la experiencia de aquel hombre una vía de salida.

Cuando alguien ha vivido una guerra y ha estado en situaciones que no podemos siquiera imaginar, que ha quedado al final de ella sin nada, hambriento, huérfano de padre y, con quince años, saliendo de una cárcel que atrapó su adolescencia ferozmente… y compruebas, por su destino, que aquella única certeza de avanzar y buscar sus metas que yacía anclada en el seno de su alma y que le servía de alimento se convirtió en un motor tan potente que le hizo llegar a cotas altísimas en su profesión y a poder disfrutar de una situación desahogada económicamente, entonces piensas que no puedes dejar de admirar y rendir tributo a nuestras generaciones pasadas ni quejarte de las nimiedades que nos asolan en estos tiempos, que aunque sean ahora circunstancialmente complejos, cualquier tiempo pasado fue…¡peor! (ésta sentencia, parafraseando al poeta, también es de un gran hombre con el que tuvimos la suerte de compartir mantel).

Pero también formaba parte, inevitablemente al principio, de ese par motor al que nos referíamos la energía que se desprendía del odio, de la venganza, y en ese angosto y ruin corolario en que la maldad que se despierta en el hombre puede llegar a enclavarnos, habitó el protagonista de la cena referida y, por tanto, era pertinente la pregunta. Inesperadamente, entre risas por algún que otro comentario que se acababa de verter entre bocado y bocado a mitad del refrigerio, uno de nosotros espetó de forma rápida y concisa, aprovechando el primer silencio: “…y dígame usted: ¿cómo se cura el odio?”

Todas las miradas se centraron en el anciano súbitamente y contestó con una profunda serenidad que denotaba el largo número de años que a él le había costado: “Pues mira, hijo, en el caso del hombre, la única manera de vencerlo es perdonando, perdonando de verdad”.

¡Eureka!, pensé yo. ¡También es algo que podemos controlar!¡Tenemos mecanismos en nuestro interior para todo, como bien venimos teorizando desde este foro, incluso…¡para el odio!

Se arrancó con toda una serie de argumentos de índole religioso (se trata de un católico convencido y practicante) que, al encintarlos historiográficamente y describir los detalles de la época, nos embelesó con su saber y erudición al respecto, pero vengo a decir todo esto porque detecté que aquella gran preparación que de tan natural manera y exenta de pedantería volcaba sobe los platos, no era más que la demostración de que en un momento dado de su vida y con todas sus fuerzas, el objetivo de su empeño había cambiado y el mismo motor infatigable que antes le hiciera erguirse y avanzar, desde ese momento requería toda su fuerza para perdonar y, de ese modo, poder seguir avanzando.

Fueron unos instantes preciosos en los que, a través de detectar el sufrimiento y la necesidad de un hombre por encontrar la paz del verdadero amor global, estuve más cerca del Dios que tanto anhelo encontrar. Por si acaso, usemos esa maravillosa herramienta en la que no debemos dejar de entrenarnos que es el perdón y, con seguridad, nuestros calvarios desaparecerán (¿como por arte de magia?).

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