¡Esta crisis nos pasa factura! Pero tiene arreglo, ¡todo pasa! Y os ha servido a toda vuestra generación para valorar lo que tenéis…- dijo el siempre alegre Miguel.
¡Y a depender de ello! -espetó de seguida su esposa.
Un comentario que el otro día en una visita a estos amigos y ante una respuesta sobre la situación más o menos ya habitual por cierta, me puso en guardia y me pareció de un calado extraordinario, y no quería dejar de dedicarle unas líneas por cuanto la sabiduría es necesariamente remarcable allá donde la encuentres, todo y que sea en una mera conversación de saludo múltiple en el que salta una chispa: hay que estar atento siempre.
Si es importante valorar lo que se tiene, ¿cuánto no más será depender de ello? Me parece sensacional el matiz que aporta dentro de un contexto ya no sólo material, por supuesto, pero que también. Hagamos un ejercicio de imaginación y supongamos que sólo tuviéramos los objetos de los que realmente dependiéramos, como por ejemplo una casa, pero sólo una, la que nos diera cobijo y alojamiento; ¿cómo nos quedaríamos si la perdiéramos? En el caso de las personas, también por ejemplo, ¿qué pasaría si perdiéramos a una madre cuando aún tuviésemos menos de doce años?
Creo que una sensación de desubicación y un sentimiento de desconsuelo se apropiaría de nosotros con la fuerza de la desesperación, como un desgarro sin piedad, como un final…
Pues ese ejercicio fundamental de detectar las cosas, las situaciones o los seres de los que se depende, probablemente sea el mejor termómetro de valoración que se nos pueda presentar. Y devuelve al concepto de valor el de necesidad, una dosis de serena justicia ante la fiereza consumista en que se ha movido nuestro entorno en las últimas décadas, tanto que ha llevado tras de sí a las relaciones personales también, incluso.
Sería más importante que valorar lo que se tiene el tener lo que se valora, aquello de lo que se depende; al menos y en un principio se consideraría un criterio ineludible para la selección de metas, cuanto poco encendiendo las luces de la buena praxis y, sin duda, de la buena educación, con lo que al final tendríamos un suerte de personas más arraigadas a lo importante y con un nivel de artificio mucho más relativo y que, como consecuencia directa, valorarían mucho más todo lo que tuviesen la suerte de poder disfrutar.
Una joya espontánea de sabiduría que me acompañará siempre cuando vuelva a oír esa manida reflexión, tan acertada sin embargo, que hasta el otro día no entró en su verdadera dimensión. Gracias, Cecilia.