Repasando unos apuntes me reencontré con una historia digna de transcribirse. Hace casi un siglo, a principios del XX, el gran arquitecto norteamericano Frank Lloyd Wright, verdadero origen de la arquitectura contemporánea y genio indiscutible de la misma, se encontraba en una crisis profunda y huyó de su situación económica y personal al lejano país del sol naciente, Japón, donde un encargo profesional de relumbrón le pareció lo suficientemente estimulante para arrancar de nuevo (y no menos de tres veces le sucedió en su vida algo similar y siempre volvió brillando más…: ¡así son los más grandes!).

La obra en cuestión era un hotel que debía ser un paradigma de calidad y modernidad en la capital nipona y que debía capitanear el espíritu de apertura al Occidente que preconizaba el Emperador de entonces. Wright llegó, vio y triunfó. Pero no sólo deslumbró por la maravillosa edificación y todos los detalles que la engrandecían, pues siguiendo fiel a su quehacer habitual de escuela “arts & crafts” (el inicio de un Modernismo americano que derivó en el Art Decó), acabó por diseñar todo el mobiliario de la misma, luminarias, textiles y hasta vajillas incluidas: ¡qué capacidad tan brutal y cuanta belleza!

Mas lo verdaderamente asombroso fue su capacidad de observación y almacenamiento de conocimientos acerca del país del que se trataba, ya que a la interpretación bajo su prisma personal de todo el vocabulario formal y de las costumbres locales (todo y que algunos críticos no lo vean así, triste e incomprensiblemente), añadió la fortaleza estructural que una zona tan sísmica requería y que había sido desde siempre el talón de Aquiles de todas las construcciones autóctonas, un parque edificatorio que debía ser reconstruido de nuevo tras cada catástrofe natural.

Su fijación fue más allá de lo que se le había encargado. Su obsesión fue cómo se debía construir en Japón, y su intuición estructural le llevó a plantear la primera losa de cimentación en hormigón armado de la historia. Los técnicos locales le tacharon de loco y para todo el mundo era inimaginable que se gastara tanto dinero bajo tierra, pero la realidad es que poco tiempo después se produjo el gran terremoto del año 1923 (recién inaugurado) y, en medio de la ruina generalizada de la ciudad de Tokio, emergía de entre los escombros el ya incuestionablemente perfecto y majestuoso Hotel Imperial, el único gran edificio que no acabó derruido gracias a que la unidad de su cimentación le permitió “navegar” entre las ondas del sismo como si del mar se tratara…

La fama del arquitecto quedó agrandada, cruzó océanos y su huella en Oriente y su aprendizaje importado a Occidente suponen una de las herencias más grandes que un artista haya dejado jamás, sobre todo si contamos con su influencia en la Alemania de la “Bauhaus” y, por ende, en todas las vanguardias artísticas europeas del primer tercio del siglo XX.

Como análisis de este hecho real, me gustaría dejar para la reflexión sobre lo dicho lo trascendental que es el saber disparar donde toca, aunque no sea el hecho más aplaudido por llamativo o más aceptado por común, al menos en un principio. Si concentramos el esfuerzo donde se necesita, los resultados llegan… ¡y se mantienen! Dicha maestría, salvando las distancias, claro está, en mirar y ver debería ser un objetivo para todo aquél con más de treinta años, a pesar de encontrarse en una situación nueva o de encallamiento, ¿no creéis?

Wrigth tuvo para ello una facilidad innata, pero trabajó sin descanso persiguiendo sus visiones hasta su muerte y fue francamente longevo, con una producción realmente espectacular. También la educación creativa que su madre le inculcó se me antoja fundamental en su brillantez. Interesaos por su figura, pues es uno de los grandes más desconocidos por el público; merece más buena prensa y, quizás porque la prensa “rosa” de su época se cebó un tanto con él por su vida privada, precisamente, se le negó en vida tantas veces el reconocimiento debido…

Nunca acabamos de aprender del pasado.

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