Es la segunda vez que la escucho en directo y tengo que contarlo, necesito compartirlo, es una descarga tal de belleza la que acabo de recibir que me cuesta conciliar el sueño y me he visto delante del teclado sin darme cuenta, mientras aún resuenan en mi témpano hechizado las últimas notas del concierto.
Si en la primera quedé epatado, máxime por comparación con otras piezas que se tocaron, en esta segunda y con la lección aprendida, he disfrutado de cada nota deliciosamente, de una orquesta perfectamente empastada por momentos y cuyo sonido nos envolvía y adentraba en otro nivel de la realidad a todos los presentes, otro estadio pleno de sincronías armónicas que elevan el espíritu a un grado fraternal y no dejan lugar a la duda: es un obra maestra.
La música posee la potestad de aunarnos, de liderar lo mejor de nosotros mismos, es un universo comprimido en ondas cuyo alcance perturba al que se expone a su radiación de tal modo que, en ese dichoso momento, no cabe maldad alguna en pensamiento u obra, es una manifestación de la divinidad implícita del hombre que nos empuja a progresar… Y Tchaikovski lo visionó. Y en ese momento surgió esta maravilla de su fecunda imaginación combinatoria y las notas se aposentaron en el pentagrama al natural, con el capote ensoñándose al pitón izquierdo de la embestida del Minotauro.
Para que haya futuro, para que los por venir nos ofrezcan su contemporaneidad entre flores de loto, la educación debe poner una Quinta marcha y llevar a nuestros vástagos hacia la música a toda velocidad, pues un mundo de músicos no puede servir la esquizofrenia de la sinrazón entre sus platos del menú.
Los que hayáis leído esto, acercaos a él y dejad vuestro espíritu a buen recaudo entre sus sinfónicos brazos hechos de violines, flautas, trompas y chelos. En una hora escasa, habitaréis la tierra prometida.