Cuenta la fábula, que en las tierras más fértiles de todo el reino brotaron miles de espigas. Una mañana, dos de ellas dialogaban entre sí:

-¿Qué será de nosotras cuando maduremos?-decía una.
– ¿A qué te refieres? –respondió la otra.
-Ahora, somos solamente pequeños brotes. Pero algún día creceremos, de nosotras germinarán granos de trigo y, cuando éstos estén maduros, nos segarán con una cizaña. Ahí acabará todo.
– Bueno…-dijo reflexivamente la otra- yo no lo veo así. No creo que ahí acabe todo. Más bien, ahí empezará lo mejor. Piensa que si conseguimos que nuestros granos de trigo sean de buena calidad, puede que se utilicen para hacer pan, y así podremos alimentar a muchas personas hambrientas. Y si son de una calidad superior, podrán utilizarse para hacer bizcochos, que deleiten a nobles y comerciantes. Y si nuestro trigo es de una calidad extraordinaria, puede que se utilice para hacer deliciosas bebidas para el rey.
-¡Uf, el rey!-respondió- ¡Eso son palabras mayores! Nuestro soberano es la persona más justa y bondadosa que jamás ha existido. No creo que yo pueda acabar en su mesa… no, no creo que yo llegue a conseguirlo. Yo me conformaría con que mis granos sirviesen para hacer un pan común.
– Pues yo voy a intentar que mis granos de trigo sirvan para elaborar la bebida más deliciosa que jamás haya probado el paladar del rey, aquélla que se reserve para el momento más especial de su vida…por ejemplooo….¡sí, ya lo tengo! la que utilizará en la celebración del nacimiento de su primogénito. Así, mis granos de trigo servirán para compartir su felicidad con mucha gente.

El tiempo iba pasando y las espigas iban creciendo. En los días de sol, una de ellas se erguía hacia el cielo, como queriendo atrapar todos los rayos de luz y reconfortarse con su calor, mientras pensaba: “Así mi trigo tendrá brillo”. La otra espiga se revolvía sobre sí misma, intentando ocultarse tras la sombra que le proporcionaban las demás espigas. “Me quema”- decía en voz alta.

En los días de lluvia, una extendía sus hojas para atrapar todo el agua y llevarla por su tallo, hasta empapar la tierra que cubría su raíz. “Esto le dará jugosidad a cada grano”, decía. Al mismo tiempo, la otra espiga se encorvaba y escondía sus hojas, para evitar mojarse, mientras se quejaba: “Me molesta”.

En los días de viento, una ceñía su tallo a la raíz para asirse a la tierra. “Así me fortaleceré y mi trigo será compacto y robusto”. La otra intentaba esquivar el aire, moviéndose en anárquicos círculos: “Me puede llevar” –se justificaba.

Una espiga acabó siendo fuerte y vigorosa, hasta que su tallo alcanzó los dos metros de altura. Sus hojas eran alargadas y bien definidas. De ella, germinaron finalmente cientos de enormes granos de trigo, rodeados de un mechón de finos pelos, perfectamente ovalados y de aspecto brillante, casi dorado.

La otra espiga no alcanzó el metro de altura. De su hueco tallo, apenas sobresalían unas pocas hojas, que pronto se encorvaron. Sus granos fueron escasos y muy pequeños. Tenían un color ocre, casi marrón, de aspecto desagradable.

Con el verano, llegó el campesino con su cizaña. Segó las dos espigas y recolectó sus granos. Al hacer la selección, aquel sabio hombre no dudó. Los granos de una espiga fueron arrojados inmediatamente a los chiqueros, para alimentar a los puercos. Los granos de la otra espiga fueron puestos en una saca y guardados en un lugar seguro.

Ahí permanecieron hasta la primavera siguiente. Entonces sirvieron de semilla para la siguiente siembra. Fueron replantados precisamente en la misma tierra donde había crecido aquella espiga.

Pocos meses después brotaron cientos de espigas, que dieron miles de granos de trigo, los más maravillosos que jamás se vieron en aquel reino. Muchos de ellos sirvieron para hacer pan, que dio alimento a mucha gente. Otros muchos fueron utilizados para hacer deliciosos bizcochos, que deleitaron a personas de toda condición. Otros fueron empleados para elaborar la bebida con la que el rey celebró el nacimiento del príncipe, compartiéndola con todos sus súbditos. Y otros muchos granos, aquellos de una calidad sublime, fueron reservados con todo mimo: servirían de semilla para la siembra del año siguiente.

A través de esta fábula hemos visto la importancia de elevar los estándares.

0 comentarios de “La importancia de elevar los estándares: La fábula de las espigas

  1. Josep Sanvisens dice:

    Una fábula muy aleccionadora.
    Dar el máximo de nosotros mismos és tanto como agradecer el hecho de haber venido a este mundo. Todas las ventajas de las que hoy gozamos es gracias a nuestros antepasados que fueron espigas empeñadas en dar sus mejores granos.
    GRACIAS ORFEO

    • Orfeo dice:

      Qué gran verdad, Josep! Dar las gracias por estar aquí es el primer paso para una vida plena y feliz.
      Gracias a ti por tu comentario. Como siempre, sumatorio. Gracias

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