Cuentan que el mejor tintorero de la ciudad era un hombre humilde y trabajador. A él acudían los comerciantes de telas más adinerados para que tiñera sus tejidos. Se dice que las telas que teñía conservaban siempre su brillo y color. Ni el paso del tiempo, ni los lavados las desteñían. Eran las más valoradas por los nobles y cortesanos más poderosos del reino. Incluso el Rey apreciaba la calidad de su trabajo.

Nadie conocía el secreto de su arte. Y cuando algún curioso le preguntaba, él siempre respondía con un enigma: “El secreto está en la vida”.

El tintorero tenía un hijo a quien, siendo mozo, quería transmitir su arte. Sin embargo, el muchacho era algo díscolo y despreocupado. Pese a los esfuerzos del padre por inculcarle su arte, el hijo no acababa de interesarse por el trabajo. Prefería corretear por las calles con amigos, disfrutar de su juventud y buscarse la vida como buenamente podía. El padre, muy a su pesar, trataba de no imponer ni obligar a su hijo a que aprendiera el oficio.

Un día el joven se vio envuelto en una turbia historia. En una de sus correrías nocturnas, él y sus amigos habían cogido una saca con unas monedas de oro, que alguien dejó olvidada en algún sitio. Fueron descubiertos y apresados por los guardianes. Permanecieron en prisión toda la noche, hasta que la saca de monedas apareció y fue devuelta a su propietario.

Durante la noche que estuvieron cautivos, los padres de los otros muchachos fueron raudos a la prisión para que fueran liberados. Sin embargo, el tintorero no. El buen hombre prefirió esperar en casa y preparar la gran lección que le daría a su hijo.

A la mañana siguiente, cuando el muchacho regresó, el padre se encontraba trabajando en su taller, con sus tejidos y sus cubas de teñir. El muchacho cabizbajo y avergonzado, se echó en brazos de su padre y rompió a llorar.:

“Perdón, padre, perdón. Te he avergonzado y merezco ser castigado. Perdón.

El padre permaneció en silencio, siguió con su tarea, mirando hacia otro lado, hasta que le dijo:

“Por favor, ayúdame con el teñido de estos tejidos”.

El joven, desorientado por la reacción del padre, se puso de inmediato manos a la obra. Cogió una bala entera de lana y quiso introducirla en la cuba de la tintura, hasta que el padre le espetó: “No, así no. Debes seleccionar únicamente aquella lana de primera calidad”.

Padre e hijo pasaron un buen rato separando la lana que teñirían de la que desecharían. Una vez separada, el tintorero cogió la lana y la aireó, la tendió al sol y seleccionó únicamente aquella que brillaba de color blanco inmaculado. Pese al cansancio, el hijo se unió a tan metódica labor.

Después, el padre tendió la lana en el suelo y empezó a cepillarla con todo cuidado. El muchacho, aunque agotado, cogió un cepillo y ayudó a su padre. Y así estuvieron hasta el anochecer, hasta que toda la lana relucía tanto que parecía estar formada por hilos de oro. El muchacho estaba exhausto.

Una vez preparada, por fin la lana estaba en disposición de ser teñida. Padre e hijo, la introdujeron en la cuba con el tinte y después la dejaron secar.

Fue entonces cuando, el hijo preguntó al padre:

-“ Padre ¿por qué prepara tanto la lana? Teniendo en cuenta el precio al que la va a vender ¿es rentable dedicarle tanto trabajo previo al teñido?

El padre miró fijamente a los ojos al muchacho y dijo.

“Sí, es muy rentable. Y ahora vas a saber por qué, cuando te desvele el secreto de mi arte. Hijo mío, la lana es como la vida. Debes seleccionar aquélla de primera calidad. Después hay que darle toda la preparación posible, todo el tratamiento necesario y con todo el cariño posible. Y sólo cuando está bien preparada, es el momento de teñirla. Así es como se consigue una lana indeleble, que no destiñe con el lavado posterior, ni se estropea con el sol, ni con la lluvia. Ese es el gran secreto… Pasa igual con las personas. Debes prepararte mucho, aprender unos valores fundamentales y, sólo entonces, cuando hayas aprendido unos principios básicos, serás indeleble ante las tentaciones, los miedos, el dolor. Sólo cuando estés verdaderamente preparado, debes enfrentarte a la vida”.

El hijo del tintorero quedó pensativo. Sonrió levemente. Había entendido la lección. Contestó:

– “Gracias, padre. Quiero ser tintorero.

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