Algunos momentos nos hacen comulgar con la perfección y nosotros tuvimos esa suerte. Barcelona. Primavera. El punto álgido de un maravilloso viaje iniciático que para muchos de nosotros había comenzado semanas atrás, con una concienzuda preparación. Era la representación de “La Boheme” de Puccini en el Liceo.

Ya habíamos tenido muchos momentos intensos durante la jornada y la motivación y expectación era máxima para el grupo de amigos que habíamos decidido debutar en una ópera tan bella, siguiendo el inequívoco criterio del entendido de entre nosotros que nos animó. Bien vestidos para la ocasión y después de un rato delicioso de charla y espera impaciente al albur de los espejos y el cava, llegó la hora de entrar a la sala y un sentir general de respeto y admiración se apoderó de nosotros: sonaban sordas en nuestro corazón, y entre murmullos, las campanas del templo del Bel Canto.

Ya desde el principio nos sobrecogió sentir en directo las notas que tantas veces habíamos escuchado en grabaciones, pero es que en el aire es donde mejor se encierran tantas armonías y emociones. ¡Qué intérpretes! ¡Qué montaje! Como luego nos confirmó la mismísima Ainhoa Arteta, era una representación de un nivel fuera de lo normal. El primer y el segundo acto nos permitieron conocer la sensación de levitar. ¡Brava! ¡Bravo! ¡Bravi!

Un pequeño receso para buscar los admirados ojos amigos, brindar de nuevo y abrazarnos felicísimos por el privilegio de disfrutar aquello en primera persona. Y, ahora sí, una campana indicaba que debíamos volver a nuestras butacas. Nunca olvidaremos el levantamiento del telón y el tercer acto. La magia del teatro y de la música nos envolvió en aquella noche fría de invierno del escenario, donde la niebla nubló las mentes de los presentes y otra dimensión nos engulló: la prodigiosa garganta de Angela Gheorghiu obró el milagro. Ya nadie parpadeó más. Ya nadie necesitaba el cuerpo y éste se deshacía en agradecidas lágrimas. Era un encuentro entre almas y nos dejamos seducir por Ella, por Angela, por la Ópera, por la Perfección…

En el último cuarto, a punto de morir la protagonista y a un recogido de su voz que degustamos sin respirar, literalmente, todo el auditorio, yo, personalmente, tenso y estremecido, agotado por la falta de aliento, pude observar casi de manera astral lo que allí se estaba dando, una manifestación del ARTE a través de una de sus sumas sacerdotisas que nos guiaba hacia la belleza que somos capaces los hombres de crear. Se detuvo el reloj. El arte no tiene tiempo. Usemos el nuestro para él.

Quo vadis, Puccini? Hacia la eternidad. Nunca olvidaremos aquel tercer acto de “La Boheme”, maestro, que nos abrió el alma. Nunca, Lieber Master.

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