Hace poco releía el maravilloso y profundo libro «El hombre en busca de sentido» de Viktor Frankl, y no pude dejar de conmoverme de nuevo por uno de mis pasajes favoritos. Ese pasaje es una reflexión sobre como la fuerza del amor no está supeditada de ningún modo a la presencia física de nuestro ser querido, sino que trasciende todo ello y es algo en sintonía directa con nuestro espíritu. Me maravilla como en unas simples líneas, y a través de una experiencia personal mientras realizaba trabajos forzados durante su cautiverio en un campo de concentración, Viktor Frankl encuentra la fortaleza y el sentido a su vida en el recuerdo «real» de su amada esposa (que fue asesinada como prisionera en uno de esos campos de concentración).

Os animo a disfrutar de este emocionante relato en las propias palabra del autor…

«En otra ocasión estábamos cavando una trinchera. Amanecía en nuestro derredor, un amanecer gris. Gris era el cielo, y gris la nieve a la pálida luz del alba; grises los harapos que mal cubrían los cuerpos de los prisioneros y grises sus rostros. Mientras trabajaba, hablaba en silencio a mi esposa o, quizás, estuviera debatiéndome por encontrar la razón de mis sufrimientos, de mi lenta agonía. En una última y violenta protesta contra lo inexorable de mi muerte inminente, sentí como si mi espíritu traspasara la melancolía que nos envolvía, me sentí trascender aquel mundo desesperado, insensato, y desde alguna parte escuché un victorioso «sí» como contestación a mi pregunta sobre la existencia de una intencionalidad última. En aquel momento y en una granja lejana encendieron una luz, que se quedó allí fija en el horizonte como si alguien la hubiera pintado, en medio del gris miserable de aquel amanecer en Baviera. «Et lux in tenebris lucet, y la luz brilló en medio de la oscuridad.» Estuve muchas horas tajando el terreno helado. El guardián pasó junto a mí, insultándome y una vez más volví a conversar con mi amada. La sentía presente a mi lado, cada vez con más fuerza y tuve la sensación de que sería capaz de tocarla, de que si extendía mi mano cogería la suya. La sensación era terriblemente fuerte; ella estaba allí realmente. Y, entonces, en aquel mismo momento, un pájaro bajó volando y se posó justo frente a mí, sobre la tierra que había extraído de la zanja, y se me quedó mirando fijamente.»

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