Camino del trabajo vuelve a hacerse la pregunta: “¿Cómo he llegado yo a esto?” Y a continuación, en lugar de buscar la respuesta, se condena: “Me lo merezco”.
Va bien de tiempo. Un domingo más ha dejado a la familia comiendo en casa y ha ido a trabajar con la suficiente antelación. Su casa coge cerca del trabajo. Hace una tarde estupenda. Luce el sol que le da en la cara mientras conduce su viejo coche de lujo. Mientras, resuena en su cabeza la frase de su hijo pequeño al despedirse: “Papá, antes no trabajabas los domingos”. Así una y otra vez, una y otra vez.
De pronto, cae en la cuenta. Hoy se cumplen cinco años desde que aceptó este trabajo. Por eso y por lo que le ha dicho su hijo, quizás hoy sea el momento de responder a la pregunta: “¿Por qué acepté este trabajo?»
Es cierto que esto no tiene nada que ver con ser empresario. Eso es lo bueno.
Y es que juró que jamás volvería a montar una empresa. Que trabajaría en cualquier otra cosa, pero siempre por cuenta ajena.
Aquel juramento lo hizo en unas circunstancias especiales, muy especiales. No es fácil asimilar que estás en la ruina. Y máxime después de haber vivido la gloria y haber saboreado las mieles del éxito.
Hasta en tres ocasiones distintas a lo largo de su vida tuvo que cerrar su propio negocio ¡ tres veces!, pero ninguna de ellas había sido tan grave como esta última. Es cierto que en todas juró que no volvería montar empresa, pero esta vez iba en serio. Se acabó. Esta crisis le cogía con casi 50 años y tres hijos todavía dependientes.
Lo de menos era la causa del descalabro, el “gran culpable” como le gustaba decir a su mujer. Ella se encarga de recordarle que su problema no estuvo en la crisis del sector, tampoco en el aumento de los impuestos; su problema vino cuando dejó de creer en sí mismo.
Poco importaba eso ahora. Lo importante ahora es convencerse de que trabajar para otro tiene sus ventajas. Se decía, “si tengo claro que no voy a volver a tener negocio propio, este trabajo no está tan mal. Tengo que estar contento”.
Justo cuando se dijo esa frase, llegó al destino. Aparcó frente a la puerta principal (privilegios de haber sido dueño de la antigua empresa), miró hacia arriba y se dijo: “Pero qué edificio más bonito. Lo ideamos bien en su día y los arquitectos hicieron el resto. Trabajar aquí es un lujo”. Estaba convencido.
Entró por la puerta trasera. Saludó con cariño a los empleados que todavía quedaban de su época y que hoy son sus compañeros. Se refugió en su cuartito donde le esperaban “sus herramientas de trabajo”.
Empezó el ritual. Primero el pantalón, luego las botas militares, después la camisa con galones, el gran cinturón al que ceñía la defensa… Dejó para el final la gorra en la que reflectaba ostentoso el nombre del cargo: «Seguridad».
Era testigo de su ritual, su compañero del turno saliente. “Tienes mala cara hoy, Paco” le dijo. No le contestó. Le hizo un gesto con la cabeza negándolo. No le miró para evitar delatarse. Gracias a esas interminables guardias nocturnas, le conocía muy bien. Le descubriría.
Casi de sopetón y con media voz, le da la noticia: “¿Sabes que la empresa va a hacer un ERE?” Con cara de extañeza, le respondió con otra pregunta: «¿Pero no hizo uno hace poco?» “Sí, pero las cosas…»
No acabó la frase. Se hizo un silencio entre ellos. Con gesto de enterrador, su compañero se retiró y le dejó solo en aquel cuartucho. Quedó inmóvil, sentado en esa silla y señalado.
Empezó a notar calor, ese traje le abrasaba y ni si quiera se había puesto la chaqueta. Notaba que le faltaba el aire.
Pasan entonces por su mente a toda velocidad, momentos muy ingratos de su vida. No encuentra otra solución que salir corriendo. Por primera vez en su vida siente la necesidad de huir. No sabe a dónde, pero debe salir de allí.
Cuando retoma el pulso, se desviste. Vuelve a ponerse su ropa. Sale de la garita y se dirige hacia la puerta. Su compañero está esperándole, como sabiendo cuál iba a ser su reacción. Antes de que se lo pregunte, se lo dice él. “Me voy. Lo siento, Antonio, pero ya no voy a hacer más de vigilante de seguridad. Dejo el trabajo”.
Sale a la calle, decidido a meterse en su coche y poner rumbo a casa.
Justo antes de abrir la puerta del vetusto vehículo, escucha: “Don Francisco!”
Casi se paraliza por la sorpresa. Hacía tiempo que nadie le llamaba así. Es más, poca gente le ha llamado así últimamente. Para todo el mundo él era ahora Francisco o Paco.
Al darse la vuelta descubre la razón. Es Manolo, su fiel y eterno hombre de confianza, el «chico para todo» de su antigua empresa, que llegó a ser su mano derecha.
Hace casi diez años que no se ven. Justo desde el día en el que le dijo, con lágrimas en los ojos, que cerraba el negocio, que lo vendía a una multinacional a cambio de nada. Aún lo recuerda con dolor. Y es que fueron muchos años juntos, más de 20, desde que lo contrató siendo casi un niño. Desde entonces, en todas sus aventuras como empresario, siempre estuvo él. Trabajador, honrado y digno como él solo.
Permanecieron inmóviles unos segundos hasta que se fundieron en un abrazo. Entonces él le dijo: “¿es que se va, Don Francisco?”
No supo contestar. Tampoco hizo falta. Manolo lo conocía lo suficiente para saber que algo le pasaba. Reaccionó rápidamente para intentar convencerle de tomar un café. A lo que se negó.
Entonces le atacó el punto débil. “Don Francisco, estoy pensando en montar un negocio por mi cuenta y me vendría muy bien hablar con usted».
Tras escuchar atentamente el proyecto, Francisco empezó a hablar. Puso en antecedentes a Manolo de los últimos años de su vida.
Estuvieron charlando casi dos horas. Manolo también le contó que empezó a trabajar en otra empresa. Que con la crisis había tenido que cerrar y que le habían dejado a deber varias nóminas. Que tras mucho litigar, había conseguido una pequeña indemnización. “Ya me contará, Don Francisco, para qué quiero yo esa miseria”. Hubo un silencio. Se miraron a la cara fijamente, como pensativos.
Así permanecieron unos segundos, como mascullando una misma idea, cuando de pronto Manolo dijo contundente: «Voy a montar mi propia empresa y voy a triunfar».
Don Francisco detectó en la mirada de su fiel escudero, justo lo que él había perdido: la confianza en sus propias posibilidades. Vio entonces el reflejo de su propia mirada olvidada. Él también tuvo sueños con esa edad, pero un día, sin saber cómo ni porqué, los abandonó. Se excusó en las circunstancias, en la crisis, en todo menos en él mismo. Pero solo él (y también su mujer) sabían que la única causa de todo lo malo que vino después, es que había dejado de creer.
Francisco y Manolo se abrazaron, saltaron, gritaron. Esta vez el abrazo fue más fuerte y sentido que el de su reencuentro. Los dos sabían que la alegría no era fruto de la emoción. La alegría era por algo más. Cuando Francisco se repuso, alcanzó a decir:
«Puedes perderlo todo menos una cosa: la confianza en ti mismo»