«Cinco minutos». Era lo que se repetía a sí mismo cada vez que sonaba el despertador. Era el tiempo que tardaba en volver a sonar el odioso aparato. Él lo paraba casi al primer estridente sonido, pero a los cinco minutos volvía a sonar. Y así podía estar varias veces desde las siete de la mañana, cuando lo hacía por primera vez. «Cinco minutos más» se decía y lo volvía a parar. «Solo cinco minutos más».

En cada intervalo, en realidad, no dormía. No le daba tiempo. Como mucho dormitaba. Lo suficiente para que a su mente asaltaran voces que le decían: «estás cansado», «tienes sueño», «hace frío». Y paraba el despertador.

Se unían entonces otras voces peores: «si tardas en levantarte no te dará tiempo a desayunar», «cogerás más tráfico». Sin embargo, volvía a parar el despertador.

Era cuándo recordaba que esa misma semana había llegado ya dos veces tarde. Asaltaba en ese momento el pensamiento definitivo: «si llego tarde me echarán del trabajo». Miraba entonces la hora, se asustaba y daba un salto desesperado de la cama. Corría despavorido hacia el armario, se vestía y salía de casa sin apenas asearse y, por su puesto, sin desayunar.

Algunos meses después hubo reducción de plantilla en la empresa y él fue de los primeros en salir. Alguien le dijo que, entre las casusas de su despido estaba, no solo su impuntualidad, sino también la relación con sus compañeros de trabajo. Le achacaban que su carácter se había vuelto irritable, especialmente por las mañanas, cuando llegaba ya con mala cara.

Aquello le hizo reflexionar. Entendió que su rendimiento en el trabajo estaba directamente relacionado por la forma en la que empezaba el día. Su motivación para levantarse por las mañanas era la desesperación, el miedo a llegar tarde. Y así claro, ya empezaba mal todo.

Luego, en plena época de búsqueda de la mejora (tenía tiempo libre), asistió a un curso. Era de gestión del tiempo y lo que más le impactó fue que le hablaran de incorporar a su día a día una «rutina del éxito». Era sencillo. Se trataba de empezar el día con energía, con actos cotidianos vigorosos e inspiradores, que apuntasen que ese iba a ser un gran día. Y para eso eran clave sus primeros pensamientos del día. No podían estar dominados por el miedo, por la desesperación, como hasta ahora.

La inspiración debía dominar su mente a esa primera hora y la mejor manera que encontró fue a través de unas preguntas poderosas. A partir de entonces, empezaría el día preguntándose:

¿Qué voy a conseguir hoy? ¿Qué me mueve en la vida? ¿A quién quiero? ¿Cómo voy a acercarme hoy a mis objetivos? ¿A quién puedo ayudar?

A estas y a otras preguntas similares respondía mientras miraba las fotos que había colocado en la mesita de noche. Eran fotos de sus seres querido y alguna otra de cosas materiales que quería conseguir, de sitios que quería visitar. Hasta un curioso fotomontaje de su cara en un cuerpo saludable de 65 años.

El despertador jamás volvió a sonar más de una vez.

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