Tenía 7 años cuando empezó a ir a clases de solfeo. Aquellas clases eran demasiado teóricas y se aburría muchísimo. Él quería aprender a tocar el violín y dedicarse a la música. Quería seguir el ejemplo de su padre, que era primer violín de la reputadísima orquesta sinfónica nacional, una de las más prestigiosas del Mundo. Él, sin embargo, había soñado con ser director de orquesta, pero su propio padre le decía que eso era muy difícil, que mejor concentrarse en ser un buen violinista.
Con esa idea empezó a practicar con el violín. Practicó y practicó durante toda su infancia hasta llegar a la juventud. Sin embargo, sentía algo dentro que le intranquilizaba. Sabía que jamás alcanzaría el nivel de su padre. Tal y como decían sus profesores, «no era un virtuoso».
Abandonó a los 18 años. Aborreció el violín y dejó los estudios de música, con el consiguiente disgusto para su padre. Para combatir la gran frustración quiso entender que no iba a ser un profesional del violín y que debía dedicarse a otra cosa, buscar un empleo como la gente «normal». Empezó a trabajar de operario en una industria de la zona.
Ya en su madurez, casado y con hijos, renació en él el interés por la música. Sintió curiosidad por aprender a tocar otros instrumentos. Empezó con la percusión, aprendiendo a tocar el tambor, después pasó a los platillos. Quería que su reencuentro con el que había sido su mundo, fuera paulatino. De ahí, animado, pasó al viento, con el clarinete y después el fagot. Conforme iba descubriendo instrumentos iba interesándose por descubrir el siguiente. Su idea era convertirse en un virtuoso de cuantos más instrumentos mejor. En pocos años aprendió a tocar hasta doce.
No, no consiguió «ser un virtuoso» en ninguno de ellos, pese a poner todo su empeño. Eso le provocó de nuevo cierta desazón y a veces volvió a sentir frustración. Sin embargo, mientras aprendía a tocar cada instrumento, empezó a sentir la armonía. Tenía casi cincuenta años y por primera vez en su vida notaba como su mente iba equilibrando los sonidos de cada instrumento, unos con otros.
Fue entonces cuando cayó en sus manos la biografía de un director de orquesta extranjero, de nombre impronunciable. Aquello le inspiró y le hizo buscar en el baúl de su memoria su ilusión de infancia. No iba a ser fácil pero había llegado el momento de cumplir el sueño de su vida: ser director de orquesta.
Fueron años duros, de estudios, de ensayos, de búsquedas de oportunidades. Algunas puertas se cerraron, pero otras se abrieron. Y cuando se abría una, otras se entreabrían. Así hasta que todo empezó a conspirar a su favor, parecía como si los años de ilusión renovada empezasen a transformarse en realidad.
Una de ellas, sin duda, fue convertirse en el director de la orquesta sinfónica nacional, pero no fue la única, desde luego. Vinieron los conciertos en los mejores escenarios del Mundo, dirigiendo a las más prestigiosas orquestas. Los músicos más virtuosos y afamados del mundo pedían ser dirigidos por él.
Unos años después, convertido en una estrella mundial de la música, volvió a la vieja escuela donde hacía casi medio siglo empezó a recibir clases de solfeo. Iba a pronunciar una conferencia ante los jóvenes estudiantes, pero la expectación generada en toda la ciudad fue enorme y acudieron cientos de personas. Allí era bien conocida y hasta estudiada, su historia. Todos sabían que no había pasado de ser un mediocre violinista, además de un mero aficionado a varios instrumentos.
Tras la charla, en el coloquio, alguien le preguntó:
Usted intentó sin éxito ser un profesional de cada instrumento que aprendió a tocar ¿se siente un fracasado por ello?
Él quedo pensativo, reflexionando durante unos segundos, que consiguieron aumentar la expectación entre el abarrotado auditorio. Por fin, dijo:
«No, no me siento un fracasado por ello. Al contrario, creo que fue la clave de todo lo bueno que después pasó en mi vida. Haber intentado ser un virtuoso de tantos instrumentos me hizo entender que en la vida no puedes ocuparte de todo, que te has de centrar en un objetivo y perseguirlo desde el principio…»
La respuesta generó un silencio sepulcral, nadie se atrevió a interrumpir lo que parecía una reflexión incompleta. Así hasta que concluyó:
«Ese día entendí que yo era el líder de mi sueño«.
(*) Foto : DSC_1056 – chrisbb@prodigy.net (Flickr)
Excelente y ejemplar historia.
Las personas en vez de ir detrás de lo que realmente queremos hacer, nos fijamos objetivos pensando en lo que creemos que podemos hacer. Así termina nuestro potencial en el punto exacto donde hemos colocado nuestra limitación. Un techo o termostato imaginario que es real solo si creemos que lo es.
La buena noticia es saber que nuestras creencias, SI se pueden cambiar.
¡GRACIAS ORFEO!
Bonita historia. Muy inspiradora. Por un momento me perdí, pero al final encontré el sentido. Es real?
Eso quedará siempre en la trastienda de la mente del autor. Gracias Jorge